La Crónica
Hillary Clinton y Donald Trump van empatados. En el promedio de encuestas nacionales entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos que hace el sitio Real Clear Politics, hay una diferencia de cuatro puntos favorable a Clinton. En la encuesta Reuters-Ipsos, Clinton va un punto adelante. La encuesta de Los Angeles Times ubica a Trump con tres puntos de ventaja.
En tal escenario cualquier declaración, cualquier acontecimiento, tiene influencia sensible en el ánimo de los electores. Ése es el contexto en el cual el presidente Enrique Peña Nieto respaldó al candidato republicano con la invitación para visitarlo en Los Pinos. A Trump se le dio trato de jefe de Estado, se le transportó a la casa presidencial en un helicóptero de la Fuerza Aérea Mexicana, lo llevaron a una tribuna enmarcada por el escudo nacional de nuestro país, se le atendió como amigo, aunque una y otra vez ha demostrado que no lo es.
Desde el martes 30, cuando ya avanzada la noche se dio a conocer la visita que ocurriría horas después, la opinión publicada ha devanado sus textos para explicarse la invitación a Trump. Ninguna de las justificaciones que ofrecen Peña y sus voceros resulta sólida. En cambio, los prácticamente unánimes cuestionamientos que han abundado en la prensa de todo el mundo advierten que el presidente mexicano cometió un error inusitado y costoso.
Las versiones periodísticas sobre la invitación permiten apreciar las vicisitudes de un gobierno temeroso y fracturado. No se trata de anécdotas triviales, sino de los vestigios que muestra una decisión que se tomó a espaldas del Estado y de la sociedad.
La precipitación y el secreto que singularizaron a esa operación política confirman que en el gobierno se reconocía que era una decisión cuestionable. El Presidente mexicano no tiene necesidad de invitar a escondidas a nadie, mucho menos a quien ha denostado de tal manera a nuestro país. Hubo tanta discreción en los preparativos para que viniera Trump que el día anterior ni siquiera el vocero de la Presidencia y la secretaria de Relaciones Exteriores sabían de ese encuentro que fue anunciado por un diario estadunidense.
La forma es fondo, al menos en el quehacer político. El presidente Peña descuidó las formas, les ocultó la invitación a las instituciones del Estado y a la sociedad e incluso a la mayor parte de sus colaboradores más cercanos. Y todo eso para nada o, mejor dicho, para obtener el peor saldo político posible.
El país en contra, el equipo presidencial dividido y exhibido, el presidente Peña una vez más a la defensiva, la candidata demócrata comprensiblemente contrariada, la opinión internacional más crítica que nunca con el gobierno mexicano. Tales son los saldos de esa invitación. La de Peña es una “peculiar y provinciana manera de gobernar”, sentenció The Economist. “En vez de reclamarle Peña Nieto lo trató como a un jefe de Estado”, consideró The New York Times.
Si con la conversación de una hora el Presidente mexicano esperaba persuadir a Trump para que modere sus descalificaciones contra México y los mexicanos, evidentemente fracasó. El candidato no solamente reafirmó sus amenazas, sino que además, como era previsible, incorporó la visita a Los Pinos a sus spots de campaña. La propuesta para construir el muro fronterizo no se movió ni una pulgada. Esa misma noche, en su discurso en Arizona, Trump mencionó a Peña Nieto como aliado suyo y abusó de quien había sido su reciente anfitrión para reiterar, burlón, que los mexicanos pagarán por el muro, “aunque no lo saben todavía”.
El Presidente mexicano fue utilizado como parte de la campaña de Trump. Era clarísimo que así sucedería. Tan sólo la fotografía con Peña Nieto sería provechosa para los fines propagandísticos de ese candidato. Pero además, el Presidente mexicano favoreció a Trump al menos con tres definiciones políticas.
En su intervención ante periodistas y al lado de Trump, el Presidente mexicano disculpó al menos en parte las injurias del candidato republicano cuando, al resumir la conversación privada que habían tenido, relató: “ha habido malintrepretaciones o afirmaciones que lamentablemente habían lastimado y afectado a los mexicanos en la percepción que se viene haciendo de su candidatura… pero que yo estaba seguro que su interés genuino es… por construir una relación que nos lleve a darle a nuestras sociedades condiciones de mayor bienestar”.
La que ofreció Peña Nieto es una apreciación voluntarista del discurso de Trump. Ese personaje no quiere que la economía de México mejore. A nuestro país y a los mexicanos los ha tomado como pretexto para un discurso xenófobo y persecutorio. No hay margen para interpretar de manera equívoca esas amenazas. Trump no ha sostenido las mentiras que dice de México debido a interpretaciones erróneas, sino a consecuencia de una decisión para hacer de la animosidad contra nuestro país una coartada electoral. Ese candidato no tiene un “interés genuino” acerca de los mexicanos. Peña Nieto no sólo se abstuvo de exigirle a Trump que se disculpara por sus injurias como sugirieron algunos. Además, fue innecesariamente obsequioso.
El Presidente hizo un segundo servicio a la causa de Trump cuando dijo que el Tratado de Libre Comercio “se tiene que actualizar”. El gobierno mexicano, hasta ahora, había sostenido que ese acuerdo comercial es vigente. Lo que sí se conoce es el interés de Estados Unidos para hacer más proteccionistas, en beneficio de aquel país, algunas cláusulas. Al admitir que hay que abrir la discusión sobre el TLC, el Presidente mexicano le dio ventaja a Estados Unidos y específicamente a Trump, que ha hecho de la satanización del Tratado otro de sus temas de campaña.
El tercer desacierto fue cometido después de la conferencia de prensa cuando, en un texto de Twitter, Peña Nieto expresó: “dejé claro que México no pagará por el muro”. Con ese mensaje, la Presidencia pretendió definir una posición ante la insistencia de Trump que delante de los medios de comunicación se refirió a esa ominosa propuesta. Pero en vez de descalificar el pretendido muro, con esa frase Peña lo legitimó. Al declarar que México no pagará, el Presidente admitió que habrá o que puede haber muro fronterizo.
Ante esos resultados, los esfuerzos para justificar la invitación a Trump y el desempeño del Presidente mexicano en ese encuentro resultan infructuosos, pero son indicativos de la inhábil decisión que se tomó en Los Pinos.
Había que invitarlo porque puede ser presidente de Estados Unidos, dicen esos defensores de Peña. En ese caso, la invitación tendría que haber sido después de la elección estadunidense. Con el encuentro del miércoles 31 de agosto, el Presidente mexicano contribuyó a diseñar una profecía autocumplida. Al llevar a Trump a Los Pinos, Peña contribuyó para que llegue a la Casa Blanca.
El presidente Peña tuvo el mérito de “hablar de frente” ante Trump. Para hacerle precisiones a Trump no hacía falta verlo en persona y mucho menos invitarlo a México. Pero el Presidente no aprovechó el encuentro para mostrar una posición exigente y firme, sino para tratar de congraciarse con el candidato. Por cierto, cuando habló en público junto a él no lo hizo de frente.
Si gana Trump y no hay interlocución con él los mercados reaccionarán desfavorablemente. Los “mercados” son una cantinela frecuente pero huidiza para justificar las más variadas decisiones. Si en las bolsas de valores internacionales hay recelo acerca de las consecuencias que una victoria de Trump tendría para las finanzas mexicanas, la única manera eficaz para atajar efectos desfavorables consiste en solidificar nuestra economía. El gobierno está haciendo todo lo contrario al mantener una política recesiva, abatir el gasto público y recortar la inversión.
El presidente Peña reivindica el diálogo. Qué bueno que así sea. Pero el diálogo es productivo cuando está sustentado en posiciones propias y en precisiones acerca de lo que dicen los otros. Lo que hubo en el encuentro con Trump no fue diálogo, sino la exhibición de dos monólogos: uno autodefensivo y tímido expresado por el presidente Peña; el otro bravucón manifestado por Trump tanto en Los Pinos como, ese mismo día, en Arizona.
El presidente Peña se comportó como jefe de Estado. Lamentablemente no fue así. Un estadista no es el político que traga sapos con mejor circunspección, sino aquel que es capaz de mirar más allá de la coyuntura, el que construye acuerdos a partir de posturas que representan el interés de la sociedad, el que reivindica al Estado y no sólo al gobierno o a un grupo en el gobierno. Un estadista dialoga con todos, pero jamás trata como amigos a los enemigos del país. Una de las peores defensas que se pueden hacer hoy del presidente Peña es adjudicarle rasgos de estadista. Eso, en todo caso, lo dirá la historia.
El saldo de ese episodio por ahora es absolutamente desfavorable al Presidente y, de esa manera, a nuestro país. Peña y sus asesores querían una amplia cobertura mediática que contribuyera a soslayar sus errores anteriores. Lo consiguieron: la invitación a Trump apareció en primeras planas de diarios de todo el mundo, aunque de manera desfavorable al Presidente mexicano. Como decía nuestro nuevo santo laico, pero qué nece(si)dad.
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