Reforma. Denise Dresser.
Una película necesaria. Una película imprescindible. Una película hecha para el momento y que lo refleja de manera dolorosa, potente, magistral. El drama humano de los migrantes y quienes los odian, más allá de las cifras, más allá de análisis académicos, más allá de la retórica política. El antimexicanismo retratado en Desierto de Jonás Cuarón. Porque hoy, en la visión de Donald Trump y sus millones de seguidores, Estados Unidos es una sociedad asediada. Pero el peor enemigo no es un terrorista islámico sino un mexicano. No vive en Siria sino en California y quiere acabar con la Unión Americana. Con sus violadores y sus ladrones y sus corruptos y sus abusivos. Los hombres blancos -según el trumpismo furibundo- viven al acecho y los hispanos son responsables de ello. El personaje que con su rifle va matando a uno tras otro es la encarnación de ese odio colectivo que se vive, se respira, se siente en Estados Unidos en esta temporada electoral.
Y por ello uno de los protagonistas principales dice “vamos a cazar”, como si los mexicanos fueran animales y los trata como tales. Por ello grita, después de haber dado en el blanco, “My home”, mi casa. El cazador desalmado encarna una verdad cada vez más evidente: una porción importante de la población estadou- nidense que apoya a Trump es racista. Su campaña ha despertado algo sumergido pero real: una visión nativista y supremacista, equívoca y equivocada, políticamente peligrosa e intelectualmente deshonesta. Sobre las bases de evidencia cuestionable, Trump construye un edificio inhabitable. El universo maniqueo que Desierto muestra, escena tras escena. El universo donde todos los mexicanos son “mother fuckers” que merecen morir con una bala o a mordidas de perro.
El hombre estadounidense armado que persigue a todos en la película Desierto es un arquetipo de los que querrían un país sin mexicanos. Es Trump, el vigilante violento. Él se erige en la voz de aquellos cuyos empleos son arrebatados por mexicanos y cuyas mujeres son violadas por ellos. Él cree en la autopreservación racial y en la superioridad cultural. Trump se ha convertido en un hombre que reacciona ante las amenazas de la sociedad multiétnica disparando metafóricamente contra ella. Disparo tras disparo, como en el desierto. Para Trump y los suyos, los inmigrantes no son trabajadores, sino delincuentes. No llenan empleos vacíos, sino arrebatan oportunidades inmerecidas. Ignoran leyes y rompen reglas y saltan bardas y usan servicios públicos aunque no tengan derecho a hacerlo. Y sus millones de seguidores no reconocen la hipocresía de un país que erige bardas contra los mexicanos, pero los acepta con los brazos abiertos cuando ya la han saltado. Tantos estadounidenses pronunciándose contra la inmigración, pero empleando a los jardineros y a las nanas y a los albañiles que produce.
Tristemente ante Trump, los migrantes hoy están solos; el gobierno mexicano parece haberse olvidado de ellos. Por ello, llegó el momento de ponernos a pensar y a actuar. Hay que luchar en múltiples frentes contra el antimexicanismo y participar en la vida política del vecino. Tendremos que ser parte activa del debate doméstico estadounidense: en Washington y en Wichita, en Nueva York y en Nuevo México, en San Francisco y Fresno. Porque lo que Trump, y tantos como él, no logra comprender es que esa identidad de la cual se enorgullecen -“The Land of the Free”- fue construida con la tolerancia que hoy rechazan. Esa identidad que tanto aprecian fue forjada con la apertura que hoy niegan. Esa identidad que tanto defienden fue creada gracias a una política de puertas abiertas y no de mentes cerradas. Recordarlo requerirá la construcción de coaliciones con mexicano-americanos, con sindicatos y sus líderes, con comunidades de migrantes y los clubes que los representan, con demócratas y republicanos moderados, con los que ya tienen poder político y los que lo obtendrán en el futuro. Requerirá cabildear y negociar, presionar y movilizar, usar las redes sociales y prenderlas. Requerirá no sólo tocar en las puertas de Washington sino abrirlas.
Porque parafraseando a una mexicana de la película Desierto sobre lo que pasa con nuestros migrantes: “Nadie merece morir así”. Y nadie merece vivir así: odiado, perseguido, asediado. Debemos pelear, como lo hace el personaje de Gael García Bernal, por llegar a esa pequeña lucecita de esperanza que se ve lejana, intermitente, en el horizonte. Recordemos que no somos inferiores a nadie ni nos merecemos menos. Orgullosamente somos de México, Mr. Trump.