Denise Dresser. Reforma.
No se trata de glorificar a los golpeadores. No se trata de martirizar a macheteros. No se trata de exaltar la violencia. Sí se trata -en toda democracia- de respetar derechos constitucionales, fundacionales, elementales. Eso hacen las leyes y quienes se encargan de elaborarlas y aplicarlas. Los policías y los jueces y los gobernadores y los legisladores. Aquellos que deben proteger ciudadanos en lugar de atropellarlos, como lo acaban de hacer en el Estado de México con la “Ley Atenco”. Una bazofia que pretende criminalizar la protesta social, impedir el derecho a la libre asamblea, limitar el derecho a la libre asociación. Una retribución retrógrada con olor a los desalojos violentos de San Salvador Atenco en 2006. Una maniobra gangsteril que en lugar de proveer lineamientos a la policía, le regala un garrote.
Le obsequia la facultad de intervenir en una manifestación como le da la gana. Le concede la capacidad de disolver una protesta cuando le da la gana. Policías estatales y municipales ahora encargados de decidir el momento en que una manifestación es “ilegal” o “altera la paz y el orden público”, para entonces usar la fuerza irrestricta y con criterios poco claros. Usar toletes y gases lacrimógenos y macanas y golpes. Usar esposas rígidas y candados de pulgares y dispositivos de descargas eléctricas y candados de mano. Hacer lo que hicieron hace diez años pero ahora protegidos bajo el escudo de una ley hecha a modo para reprimir. Para justificar “armas letales”. Para eximir de responsabilidad a gobernadores y alcaldes y delegar las culpas en los mandos operativos. Para que Eruviel Ávila siga gobernando de manera autoritaria. Para que su predecesor Peña Nieto pueda decir que las ilegalidades que cometió hace una década ahora son legales.
“Legales” porque fueron aprobadas por una mayoría en el congreso del estado, con el voto a favor -increíble- del PRD. “Legales” pero moral e inconstitucionalmente incorrectas. Habrá quienes justifiquen esta ley, argumentando su efecto civilizatorio. Habrá quienes argumenten que es la única manera de lidiar con los revoltosos, los incómodos, los floricultores, los furibundos, los indios, los desarrapados. A esos todo el peso de la ley que jamás será aplicada a los Moreira o los Duarte o los Deschamps. A esos el apego irrestricto al Estado de Derecho que no existe para los pecados de la clase política. Tantos alzando la voz contra los que bloquean carreteras pero susurrando cuando se trata de crímenes de cuello blanco. De fraudes o Casas Blancas o saqueos o moches o corrupción. Armas letales contra los pobres y protección predecible para los priistas.
Una ley no solo amoral sino también inconstitucional. Por el uso de la fuerza pública en asambleas, reuniones y manifestaciones. Por la forma en la que atenta contra derechos -consagrados en la Carta Magna- de libre manifestación y libre expresión. Porque no queda claro cuándo y en qué circunstancias una manifestación se vuelve “ilegal”. Y todo ello corre en contra de la decisión reciente de la Suprema Corte que estableció la inconstitucionalidad del artículo 287 del Código Penal de la Ciudad de México que castigaba con cárcel el delito de “ultrajes a la autoridad”. Un delito discrecional, un delito definido de manera arbitraria, un delito para ser utilizado políticamente. Así como lo quiere utilizar el gobernador Eruviel Ávila.
Él y otros de su talante, incapaces de entender que la protesta social se encuentra inserta en el corazón de nuestra truculenta transición democrática. Él y otros cargadores del gen priista, incapaces de comprender que el ejercicio actual de derechos y libertades proviene de las calles y las marchas y los amplios procesos organizativos. Desde las protestas pacíficas hasta las irrupciones “violentas”, la lucha por las garantías individuales y sociales siempre ha sido desafiante. Esa es su naturaleza, su origen, su vocación transformadora. Y la respuesta del Estado no puede ni debe ser la restricción. O la sanción. O la criminalización.
La protesta social es una forma de exigir la autocontención del Estado, la regulación de sí mismo para no usar de manera abusiva el poder que tiene. Por ello habrá que parar la “Ley Atenco”. Por ello habrá que pedirle a la Comisión Nacional de Derechos Humanos que inicie un proceso de inconstitucionalidad contra una legislación que viola los derechos que debe proteger. Los ciudadanos que ocupan el espacio público acuden allí con el ánimo de encender un cerillo en la oscuridad. No le corresponde al Estado apagarlo con un garrotazo.