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Penn y Kate, al servicio del Chapo

Raúl Trejo Delarbre
enero12/ 2016

La Crónica de Hoy

El periodismo consiste en identificar, jerarquizar y desde luego publicar informaciones. Además, permite ubicar los acontecimientos en su contexto. De eso se trata: difundir noticias y explicarlas. Eso ha sido y seguirá siendo el periodismo tanto en papel como en pantallas. Además, en vista de la presencia pública que alcanza, el periodismo profesional se respalda en normas éticas tanto para cumplir con sus responsabilidades sociales como para asegurar su credibilidad que es ingrediente esencial para que sirva de algo.

Nada de eso hay en la supuesta entrevista que Sean Penn le hizo al Chapo Guzmán con la nada desinteresada mediación de Kate del Castillo. Las respuestas del narcotraficante a las elementales preguntas que le envió el actor no hacen sino repetir generalidades ya conocidas: su infancia, su madre, las justificaciones para traficar con drogas, alguna insulsa opinión sobre los políticos. El extenso relato que acompaña al precario diálogo puede ser atractivo por las peripecias que relata en la búsqueda de Penn, aunque, en rigor, no implica novedad alguna.
La noticia auténtica no está en el reportaje, sino en la decisión de un actor prestigiado, con una carrera profesional habitualmente por encima de los devaneos políticos que lo llevaron a simpatizar con personajes como el autoritario Hugo Chávez, para buscar y ensalzar a un delincuente. La noticia, sobre todo, son los negocios de una actriz conocida por su inconsistencia política, pero con un serio trabajo histriónico, para desempeñarse como intermediaria y posiblemente socia de negocios del criminal más buscado.
Penn y Del Castillo aceptaron ser peones en el ajedrez manipulado por Joaquín Guzmán. Ambos admitieron las seducciones o invitaciones para acudir al llamado del narcotraficante. Uno, en busca de una entrevista que nunca fue realmente tal, pero que le permitió convivir algunas horas con ese delincuente al que retrata con notoria condescendencia. La otra, interesada en hacer una película que, al supeditarse a las exigencias del narcotraficante, sería inevitablemente apologética.
Está por determinarse si la posible inversión financiera de Guzmán en ese proyecto llegó a constituir alguna forma de lavado de dinero. Pero más allá de las posibles responsabilidades judiciales, ahora se pueden discutir las implicaciones éticas y políticas de la subordinación de dos actores muy destacados a los caprichos del narcotraficante.
Las gestiones de Del Castillo y el reportaje de Penn no están esencialmente al servicio de los negocios, sino de la vanidad de El Chapo Guzmán. La banalización de su figura que lo ha convertido en personaje de corridos y leyendas (digo banalización pensando en la implicación que le dio Hanna Arendt y que hace medio año comenté en este espacio) se la creyó él mismo de tal manera que se soñó como personaje hollywoodense.
Por eso Guzmán quiso hacer su película, de la misma forma que en varias ocasiones intentó que algún periodista profesional escribiera su biografía. Raymundo Rivapalacio contó hace tres años cómo, en 2008, se negó a que el periódico que dirigía hiciera una entrevista solicitada por el narcotraficante. El periodista argentino Diego Fonseca relata ahora en El País que hace tres años fue invitado, y también se negó, a escribir un libro promovido por El Chapo.
El texto que Penn escribe para Rolling Stone no explica ni contextualiza nada. Se trata de una elegía apenas disimulada por los esporádicos recordatorios que ese autor hace de los abusos criminales del capo sinaloense. Con esas menciones a la criminalidad de los narcos, Penn busca, sobre todo, respaldar dos posturas. Por una parte, pretende que todo México está sometido a la delincuencia y, pues, ni modo, así son las cosas. Cuando asegura que en este país hay dos presidentes y que quien tiene algo realmente interesante que decir no es Peña Nieto sino El Chapo, Penn toma partido por el enaltecimiento del narcotraficante. Sin duda, en México padecemos instituciones profundamente debilitadas por la corrupción y en algunas zonas las pandillas criminales hacen negocios y estropicios a su antojo, pero el del narcotráfico de ninguna manera es un poder equiparable al del Estado.
Con ese recordatorio de la violencia mexicana, Penn busca, además, subrayar su propia audacia: miren qué arrojado soy, he padecido el miedo terrible de no saber si me secuestrarían o mutilarían y todo lo hago por ir en busca de la verdad. El actor se construye como protagonista de un relato en donde lo único interesante son sus peripecias. Después de todo, el protagonista de la pieza que publica Rolling Stone no es El Chapo Guzmán, sino Sean Penn.
Del narcotraficante, no hay una auténtica semblanza porque a Penn le faltan rigor y distancia crítica. Al admitir que las cosas son como son y pues qué remedio, ofrece una apreciación intencionalmente complaciente del delincuente. No lo mira como un criminal: “la diferencia con muchos de sus contrapartes que se meten en secuestros y asesinatos gratuitos es que ElChapo primero es un hombre de negocios (que) sólo recurre a la violencia cuando estima que es ventajosa para él o para sus intereses de negocios”.
Así que el delincuente es un businessman en cuya apreciación se puede prescindir de los asesinatos y de la criminalidad cotidiana que significa la distribución de drogas que avasallan y matan a decenas de millones de personas. El trabajo de Penn, en este caso, no está al servicio de los lectores, sino de la fascinación que, a pesar de todos sus temores, tiene por el criminal.
Si eso es periodismo, lo es de manera pobre, limitada y controvertible. El periodismo nunca es objetivo. Siempre está al servicio de un interés, una perspectiva, una o variadas decisiones editoriales, de negocios, políticas. El texto y sobre todo la búsqueda de Sean Penn y su publicación en la otrora respetable y admirable Rolling Stone (que lleva ya varios desatinos periodísticos al hilo) están al servicio de un narcotraficante.
El Chapo Guzmán propició y facilitó la entrevista, con la sorprendente mediación de Kate del Castillo. Ese narcotraficante puso las condiciones, los plazos, los ritmos y la forma de la entrevista que finalmente no fue presencial, sino en breves respuestas en video. Penn y la revista aceptaron enviarle a Guzmán el texto para someterlo a su aprobación antes de que fuera publicado.
Un texto que el entrevistado puede revisar y a cuya anuencia se supeditan el autor y la publicación está más en el terreno de la propaganda que en el campo del periodismo. Eso es lo que hicieron Penn, Del Castillo y la revista: se desempeñaron como publirrelacionistas de un poderoso individuo. No se trata de cualquier personaje, sino de un delincuente que, solazándose en sus crímenes, quería satisfacer su vanidad. El periodismo también es ética. La ética de Penn y sus editores queda difuminada en la espectacularidad gestionada y manejada por un asesino.